Lo que nunca se dijeron…

Ni siquiera la última vez que intercambiaron mensajes, casi una década después del adiós, pudieron ser sinceros.

El dolor era algo que había marcado profundamente la relación. Nunca se prometieron nada, pero había muchos sueños y deseos implícitos. En algunos momentos, más que todo melancólicos él pudo decir algo respecto a lo feliz que se sentía con ella, dejo ver un par de veces que se sentía pleno a su lado, pero su postura de hielo volvía a aparecer rápidamente para eliminar cualquier muestra de afección.

Ella en permanente duelo, de esa relación y de otras que la atormentaban desde tiempo atrás, tenía ya una playlist bien aceitada. Una que la dejaba liberar la frustración y la soledad. Esta lista quedo guardada en el baúl del tiempo, pero el contacto con él, reavivó demasiados recuerdos, incluidas las canciones que tantas noches le cantó, sin que él lo supiera, las que se dedicó a si misma. Esas en las que encontró la empatía que no recibió en otra parte.

Como parte de volver al pasado, a las rutinas de aquel tiempo, al deseo que sintió y a escudriñar todo lo que no fue, buscó en su plataforma de música favorita todas esas canciones y se dispuso a oírlas. Como cuchillos afilados que laceran la piel solo con un leve toque, las heridas de guerra se abrieron de nuevo, la prueba de que durante todos esos años no sanó.

Las lágrimas brotaron como una fuente de esas que en lo profundo del bosque deja caer con fuerza litros y litros de agua. Cayó de nuevo en el lugar común de culparse, de sentirse menos, de odiar todo lo que vivió, todo lo que pasó.

Poco a poco terminó por entender el origen de ese dolor, del desamor, pero no podía decírselo. No quería mostrarse frágil y menos atrapada en el tiempo. No quería darle placer a ese extraño, mostrándole que su fantasma había vuelto para atormentarla. No quería mostrarle que la poca confianza que había construido después del adiós, se había desmoronado como un castillo hecho a base de migas de pan.

Así de frágil era, así de pequeña se sentía, así de vulnerable quiso continuar con un intercambio que no le aportaba más que una profunda pena. No percibió nada extraño en el comportamiento de su viejo amor, la pedantería que siempre lo caracterizó estaba intacta. Su sentido del humor la hizo reír en cada conversación que tuvieron y su manera de manejar los recuerdos la hizo sentir segura en algunos momentos.

Todo esto alimentó una pequeña esperanza de verlo de nuevo, de estar frente a frente para descubrirse nuevamente. Como la primera vez, se pusieron de acuerdo para verse en un lugar que resultara intermedio, en donde ninguno de los dos tuviese ventaja, escogerlo fue difícil.

Aun así, los días se hacían largos, el peso de la culpa y el miedo de lo que iban a encontrar también agregaba una presión adicional. En algún momento él decidió cambiar la fecha del encuentro sin consultarle. Empezó a contestar de manera errática a sus mensajes e incluso a no contestar más. Ella tuvo la certeza de que algo había cambiado y que el encuentro ya no tendría lugar.

Se equivocó. Dos semanas después regresaron los mensajes y tuvo lugar la primera llamada telefónica. La primera, que como todas las llamadas resultan incómodas, llenas de largos silencios y de continuas interrupciones. Esas llamadas en donde nadie sabe qué decir y los temas son de una gran banalidad.

Realmente la llamada fue lo que les permitió entender que el encuentro sí era posible, que aún había un poco de corriente y que a lo mejor durante una conversación frente a frente, podrían decirse lo que habían guardado por tanto tiempo y también, lo que venían sintiendo desde que retomaron el contacto.

Ninguno se interesó por preguntar sobre las evoluciones personales del otro, ni privadas, ni profesionales. Eso implicaba conectarse con un pasado doloroso para ambos y tampoco parecía necesario evocarlo durante el intercambio previo al encuentro.

Él siempre fue un tipo inteligente, exitoso y persistente. Ella siempre lo envidió en todo pues él representaba lo que ella no podía ser, lo que hasta ese momento no lograba tener. Ese deseo de ser como él era parte de un secreto obsesivo que con mucho esfuerzo había puesto en remojo.

La vida austera y tranquila que ella eligió estaba lejos de la vida que en algún momento había pensado tener, tal vez junto a él. El éxito definido dentro de un modelo capitalista de adquisición de cosas y de renombre ya no le preocupaba. Había hecho un esfuerzo por redefinir todo ese “deber ser” que se impuso o que le impusieron en algún momento.

Ella sentía un poco de aprehensión de tener que explicar sus elecciones a alguien que en todo caso siempre le pareció demasiado cuadrado, metódico y perfecto en la planificación de su vida. Una vida en la que ella había sido más un error de cálculo que otra cosa.

El día llegó y a la hora acordada se dieron cita en un restaurante, dentro de un gran parque, frente a un lago, rodeado de montañas, que recordaba el lugar en donde se conocieron. Pasaron unos minutos escaneando las canas, las arrugas, los contornos del otro, mientras cada uno iba pesando las palabras que saldrían de su boca. Se fundieron en un abrazo largo y fuerte, como si se hubiesen extrañado de verdad, tal vez como compensación a ese abrazo que no se dieron cuando se despidieron años atrás.

Pasaron largos minutos antes de que alguno de los dos tomara la palabra. Ella empezó. Fiel a sí misma, no quería esperar a estar inmersa en un discurso que no podría controlar. Decidió empezar por un recuento de lo que la había llevado a ese lugar y de poner sobre la mesa algunos de los recuerdos y las viejas preguntas que aún la acompañaban.

Él no respondió como ella esperaba. Se limitó a hacer una lista de algunos cambios en su vida, restringió lo más que pudo los detalles sobre su vida personal, se extendió sobre lo que siempre había sido su motivo de orgullo: su vida profesional.

Le hizo un pequeño cumplido sobre su apariencia, le dijo que se sentía cómodo, como si se hubiesen visto un par de días atrás y por cortesía, le preguntó por su familia y por su vida profesional.

Cuando ella explicaba de manera atropellada sus ideas, no lograba ver su expresión amigable, esa que dejaba colar por momentos; estaba frente a el mismo muro de hielo que conoció cuando aún estaban juntos. Se dio cuenta de que sus palabras no tenían depositario y que se las llevaba el viento de ese día de otoño.

Ella sintió las lágrimas invadir sus ojos, se disculpó y se dirigió al interior del restaurante para calmarse. Le dijo que necesitaba ir al baño, pero no lo hizo. Desde el bar, ella lo vio ponerse de pie, dejar unos billetes sobre la mesa y partir, sin mirar atrás.

Se quedó paralizada, incapaz de gritarle que no se fuera de esa manera, incapaz de lanzarle una piedra a la cabeza o de correr hacia él y enfrentarlo. No tuvo la fuerza de marcar el número temporal que le había dado, sabía que no contestaría. 

Despedida sin despedida, cita sin comentarios, relatos sin sentido, secretos bien guardados. No retomarían el contacto y el cierre se haría con el paso de los días, con el paso de los años, esperando que ésa desventurada cruzada fuese olvidada, sin necesidad de buscar explicaciones y sin recriminarse por la motivación inicial.

Ella no quiso luchar más con el fantasma, se dio cuenta que era incapaz de amar sin límites, algo que ya había perdido cuando lo conoció. La soledad volvió a sus días y se sintió aliviada de no necesitar de alguien más para disfrutar de la brisa del otoño y de la calma de su cotidiano, sintió que al fin era libre.

Publié par Mi vida en cuatro tiempos

Escribo para responder a la necesidad creativa de compartir reflexiones, aventuras y algunas historias personales. J'écris pour exprimer plein d'idées ou de réflexions qu’occupent ma tête quotidiennement. Ce Blog contient aussi quelques histoires personnelles.

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