Había una vez …

Había una vez, una niña que vivía en una casa con ocho hermanos, unos padres y un abuelo ciego. Vivían en paz y armonía rodeados de naturaleza: de árboles frutales y de muchas flores; y de animales: de los domésticos para el disfrute de los niños y de los que eran aptos para el trabajo, y de los otros, que aparecían de cuando en vez para con su canto alegrar la mañana, o hambrientos venían a buscar sobras o presas.

Era una casa rodeada de cultivos: de café, de maíz, de arroz, de plátanos, de frijol y de jornaleros que trabajaban desde hacía años en esa tierra. Hasta que un día, la niña, los hermanos, los padres, el abuelo y los jornaleros tuvieron que huir. Huir de la violencia entre dos partidos políticos que después de un 9 de abril se declararon la guerra y entonces se mataban en los campos y en las ciudades, para hacer primar un color político, “unas ideas”, ocupar la tierra, tener el poder.

Había una vez, una pequeña que no se sentía cómoda en su ropa, ni en su casa, ni en su país, y decidió volar lejos pensando que el sol seria más brillante en otra parte. A veces calentaba más, otras veces no, pues se demoraba en volver a aparecer. Con el tiempo pensó que iba a ver el sol entre las tinieblas, pero era difícil. El entorno era hostil: las críticas incesantes y el sol no volvió a salir. Entendió que en cualquier parte del mundo, tendría que acostumbrarse a que el sol no saliera siempre y que los nubarrones y la lluvia  también eran necesarios y positivos. Entendió que había arcoíris preciosos en algunas personas de las que quiso rodearse y que otras menos brillantes, siempre estarían dispuestas a lazarle bolitas de fuego, como las de los video-juegos.

Había una vez, una masa geográfica a la que llamaré país en donde vivía gente que tenía miedo a los otros, y entonces los convirtió en enemigos para combatirlos y aplastarlos, así ya no habría más miedo y todos estarían tranquilos. Esos otros se llamaban: musulmanes (chiitas y sunitas a turno de rol), judíos (sefardíes y asquenazis), drusos y católicos – cristianos y también protestantes. Se llamaban kurdos, armenios, tutsis, gitanos (manuches – roms) y a los otros se les conocía como ouïghures, yazidies y rohingyas.

Pero también había otra razón para tener miedo y eran los tonos de la piel: de los más “amarillos”, “a los pieles rojas”, a los nativos. A esos habitantes originales que con esfuerzo y sangre habían resistido durante cientos años a todo tipo de invasiones y “conquistas y colonias” y que aún seguían ahí, diezmados y condenados a la miseria.

Además los habitantes tenían miedo a otros seres que eran tan brillantes como el ébano: les decían negros, blacks y marrones. Y desde el siglo XIII el gran comercio triangular hizo de ellos mercancías. Ocho siglos después, seguían siendo considerados como cosas y no como personas. Entonces, cuando ese enemigo de colores, que por cuenta del comercio y de la colonización en masa, y de la esclavitud, vivía en todas partes del mundo y reclamaba derechos e igualdad, los que tenían miedo parecían tener mil excusas para guardar el orden y evitar que eso sucediera nunca.

Había una vez, un lugar en donde los pobladores también tenían miedo, pero era de algo menos visible, se les llamaba ideas. Ese mundo creado a partir de teorías y de pensamientos llevó a que las personas tuviesen miedo de lo que llamaron comunismo y los otros el capitalismo, y en esa guerra de ideas se forjaron conflictos reales que no era por esas ideas, sino por el control de los medios de producción, y el dominio extensiones de tierra y los pueblos contenidos en ellas, que no eran otra cosa que una fuerza de trabajo.

Y después, se inventaron otras guerras contra: el terrorismo y contra las drogas, porque era más fácil asesinar sin pensar, invadir, imponer mercados y modelos económicos, lucrarse con los recursos de los demás. Era más fácil dividir y destruir, que dejar que cada cual decidiera su propio destino y lo moldeara a su manera, según sus experiencias y sus propias características.

Había una vez, un conflicto contra unos grupos de gente que se querían mover por el mundo y se les conocía como migrantes. Eran tan peligrosos que buscaban un futuro distinto, soñar, huir de guerras y de atrocidades, tener un trabajo y estudiar. Eran tan espantosos que traían a cuestas sus costumbres, y sus recuerdos y su dolor de haberlo dejado todo para volver a empezar.

Eran tan aterradores porque la mayor parte de ellos eran pobres y la pobreza es sinónimo de desorden y de estupidez y de incomprensión. Por eso había que combatirlos como fuese: instalando muros vigilados por patrullas y video cámaras, y dejando que se murieran en el mar, en los desiertos, y en los containers de mercancías que viajaban en los barcos, y que se descargaban como si nada en los puertos del mundo.

A veces era necesario prenderles fuego a los campamentos en los que vivían, separarlos de los demás en guetos, pogromos, o robarles el territorio con la ayuda con asentamientos ilegales y dispararles sin razón, por miedo a que cruzasen fronteras imaginarias. Y también había que evitar su acceso a trabajos bien remunerados y declarados, para que no pudieran justificar su presencia y se les pudiese perseguir y luego expulsar. A quienes adquirieran una nacionalidad se les impediría gozar de ella plenamente, siempre serían ciudadanos de segunda clase.

Generalmente era útil ponerles etiquetas: “racaille”, bandas, ampones, ladrones, expendedores de drogas, prostitutas, porque claro ellos eran los “únicos” que cometían crímenes, los responsables de la inseguridad y de la perdición de la armonía, por eso había que identificarlos.

Había una vez, unas personas que querían amar a otras personas, sentirse cómodas en sus cuerpos y que su identidad fuese reconocida y no impuesta. Pero eso iba en contradicción de unos libros, de unos poderes y hasta en algún momento encontraron razones científicas para no dejarlos amar y ser.

Entonces se les perseguía y se les echaba de casa, y se les colgaba en las plazas públicas y se les encerraba en hospitales psiquiátricos, y se les practican extraños tratamientos “médicos” para traerlos a una norma, que nadie sabe quién la había inventado. A esa comunidad de personas tan diversas se les conocía como LGTBIQ+ pero siempre se les atribuían apodos horrendos para que no olvidaran que no cumplían las reglas y que eran abominables. Además había que prohibirles otros derechos: al trabajo digno, a  la salud, a tener una familia de pleno derecho, a vivir.

Había una vez, un planeta que repetía la misma historia una y otra vez. Pero nadie quería saber de historias, ni de cuestionamientos, ni de reclamos, ni de aprendizajes, porque era mejor dejarlo atrás, vivir el presente y preocuparse por el futuro.

Había una vez, una deriva ideológica que crecía como espuma, con nostalgia de las dictaduras y de las represiones y del control total sobre la vida de las personas. Una ola de poder extremo que crecía en cada continente para reivindicar una supremacía de unos pocos sobre los demás, mientras estos últimos seguían por televisión una pandemia que mataba a miles de seres humanos todos los días.

Había una vez, pueblos enteros que no se cansaban de ver todas esas violencias cíclicas, ni tampoco pensaban que todas ellas acabarían por destruir a su propia gente. Que los miedos que se inventaron los mismos que habían gobernado al mundo desde siempre, iban a ser repotenciados para ganar el poder, para estigmatizar, someter y unificar. Aquellos que tenían tanto miedo y que añoraban el totalitarismo, no sabían también se verían afectados.

Publié par Mi vida en cuatro tiempos

Escribo para responder a la necesidad creativa de compartir reflexiones, aventuras y algunas historias personales. J'écris pour exprimer plein d'idées ou de réflexions qu’occupent ma tête quotidiennement. Ce Blog contient aussi quelques histoires personnelles.

Laisser un commentaire