Salomé

Los años habían pasado con una cierta y extraña tranquilidad, tal vez porque Salomé se había habituado a una rutina que oscilaba entre el trabajo, su pareja y un puñado de amigos con quienes compartía sagradamente los 20 de cada mes, independientemente del día de la semana en que cayera.

Para el grupo de amigos el número 20 tenía un significado simbólico. Como por efecto de un sortilegio común, el 20 de enero del 2007 dos de ellos se levantaron con trabajo y terminaron si él. Una de ellas recibió la noticia de la muerte de su abuela, y otra perdió a su perro atropellado frente a su casa, cuando se soltó la correa, mientras cerraba la puerta para sacarlo a pasear. Solo dos más salieron indemnes de la trágica jornada. Haciendo alarde al humor negro del grupo, decidieron honorar los 20 como una forma de mantener el vínculo.

Salomé es la mayor de los seis amigos, los cinco años de diferencia entre ella y el más joven, nunca han sido motivo de conflicto, ni de condescendencia. Con cada uno lleva una relación distinta, fundada sobre temas e intereses comunes, que no son necesariamente compartidos entre los demás.  Ella sabe perfectamente que es el centro y que el día que no esté, los demás difícilmente guardarán el vínculo, y los 20 del mes no serán más que una anécdota.

Salomé viene de una familia extensa, de un matriarcado profundamente machista. Paradoxalmente la fuerza de las mujeres de su familia materna raras veces prioriza sus deseos y sueños, anteponiéndolos a los de sus compañeros e hijos.

Casi nadie se ha quedado sólo, excepto por el menor de los hombres, fundamentalmente por su adicción al alcohol. La soledad en la familia materna de Salomé está mal vista, es como la peste.

Por ello su abuela se ocupaba estrictamente de criar a sus hijas bajo el modelo de esposas deseables y sumisas. Entre sus jornadas de trabajo interminables, la abuela siempre tuvo manera de mantener un control sobre todes sus hijes, pero con mayor atención sobre las hijas porque había que asegurarse que no tomaran el camino equivocado, o que se “quedaran para vestir santos”.

Aun en la adultez, la abuela buscaba a toda costa seguir interviniendo en la vida de les hijes, como si todavía estuviesen bajo su cuidado y control. Una constante infantilización que tuvo marcadas consecuencias de la vida de casi todes.

La madre de Salomé era la segunda hija en una fraternidad de seis, en donde solo había dos hombres. Este era un matriarcado clásico de padre ausente e irresponsable.

Salomé a su turno había crecido en un ambiente más equilibrado entre los roles de género de sus padres. Su madre se había destacado siempre por ser una excelente estudiante y una profesional irreprochable. Reconocida como una de las primeras geólogas del país, y muy a pesar de los deseos de la abuela, la madre de Salomé dedicaba gran parte de su tiempo a viajes de terreno, que le restaban tiempo a la vida familiar. Esto jamás fue un problema para el padre de Salomé.

Salomé estaba acostumbrada a gozar de ciertas libertades que las chicas de su entorno no podían tener: no presentarse a actividades programadas por la familia extendida, dormir en casa del novio de turno, no regresar de fiesta durante días.

El acuerdo con sus padres estaba basado en decir la verdad y en justificar sus decisiones de manera argumentada y sin caprichos. Creció entonces pensando que la sociedad de la que era producto le quedaba un poco angosta, como la ropa que le regalaban sus tías para navidad, siempre dos tallas por debajo de la suya.

Financiada por sus padres, disfrutando de su privilegio económico y de ser hija única, decidió emprender una serie de viajes al extranjero, hasta que ella determinara en qué lugar se sentía más cómoda para avanzar en su formación profesional y echar raíces en donde fuese posible.

Del norte al sur, y de este al oeste, optó por lo que muchos y muchas prefieren, un país del norte global, con sistemas de bienestar aun en funcionamiento y en donde aprendería por lo menos dos de los tres idiomas oficiales.

Dos miembros del grupo de amigos emprenderían junto a ella el mismo viaje. Habían sido aceptados en diferentes universidades, de la misma ciudad y tendrían la suerte de compartir el mismo apartamento. Tres de los seis, al menos a la distancia, podrían seguir manteniendo el ritual del 20 del mes.

Con el pasar de los días, de los inviernos y de las dificultades migratorias que afrontaban cada uno, se fueron acercando más. Uno de ellos, Felipe, decidió confesar que durante años había estado enamorado de otro chico del grupo, Sebastián, y al no saber si era correspondido, se lo había guardado. Ya en la distancia y asumiendo abiertamente su orientación, prefería no volverle a hablar por miedo al rechazo, justificado en la homofobia que salía de la boca de Sebastián de cuando en vez, sobre todo después de unas cuantas copas.

Salomé y Miguel se acercaron aún más, cuando Felipe los dejó. Se conocían prácticamente desde la adolescencia y jamás habían tenido un acercamiento sexo-afectivo. La amistad había sido el límite entre ellos y esto fue así durante veinte años.

Tal vez la dificultad de encontrar personas que compartieran su visión del mundo, sus tradiciones y uno que otro hobby fuera de lo común, crearon demasiada proximidad entre los dos. Críticos del matrimonio y de la monogamia, dejaron espacio para que cada uno pudiera autorizarse una aventura, cuando fuese necesario.

Durante el invierno de 2021, Miguel terminó por abordar el tema tabú: les hijes. Siendo ambos hijos únicos, supuso que la reproducción de ambos era algo evidente, un bálsamo para los futuros abuelos y una manera de probarse a sí mismos de que su manera de ver el mundo no reñía con la procreación.

Salomé dudaba, nunca estuvo segura de querer tomar ese camino. Tenía frente a ella un par de referentes familiares que no la llenaban de confianza. Los problemas de tipo médico- ginecológico habían impedido a sus tías poder tener una familia de más de dos miembros.

En consecuencia, una había sido abandonada por su esposo y la otra le había permitido al suyo procrear con cuanta mujer joven correspondiera a sus encantos. Tal vez por culpa, tal vez producto de los deberes de esposa que le había transmitido su madre, se sentía menos mujer por no poder cumplir con el rol “natural” de maternar.

Durante años Salomé sufrió de cólicos y de hemorragias que hacían su vida insoportable. Una vez al mes sentía que su cuerpo la ponía en otra dimensión, como si un “alien” tomara posesión de él. En ninguna parte los especialistas de la salud respondían a las preguntas: ¿Por qué me pasa esto? ¿Cuándo va a parar?

En todas las latitudes se encuentran profesionales que han normalizado el dolor de las mujeres. Los analgésicos raras veces hacían efecto y la escalada hacia medicamentos más fuertes para combatir el dolor, se habían vuelto parte de la vida de Salomé.

Miguel había constatado desde que compartían el apartamento que Salomé sufría cada mes, pero tampoco pensó que un mal diagnostico fuera a poner en riesgo su sueño de paternar.

Salomé había usado por años un implante en el brazo izquierdo para evitar quedar embarazada. Cada cinco años acudía religiosamente a que le cambiaran el implante. Esta vez, ante la duda de querer convertirse en madre decidió que sólo la extracción sería suficiente.

No quiso decirle nada a Miguel para no crear falsas expectativas. Sabía que eso sólo agregaría una presión adicional que no necesitaba. Era la primera vez en tantos años de amistad y de relación sentimental que evitaría decirle la verdad. La mentira era algo que repudiaba, pero esta vez creyó que era necesario.

Pasados diez meses, entendió que podía haber un problema. La carga hormonal del implante ya debía haber salido del cuerpo y ella aun no quedaba embarazada. Miguel había vuelto a evocar el tema, pero todo terminó en una discusión mayúscula en donde se puso en cuestión su valor como mujer por no querer tener hijes.

Aun bajo presión Salomé no confesó que había retirado el implante diez meses atrás. La dirección que había tomado la discusión la confrontó a lo que había presenciado durante su infancia y adolescencia, al abandono del que fueron víctimas sus tías y al infierno que una de ellas se había impuesto con tal de mantener un hombre a su lado.

Después de una incómoda y fría noche durmiendo en el sofá, a la mañana siguiente, cuando escuchó que Miguel cerró la puerta de entrada, reunió sus cosas, reservó un hotel por los siguientes diez días y dejó el apartamento.

Durante ese tiempo no contestó ninguna llamada de Miguel, ni del grupo de amigos. Había explicado rápidamente a sus padres que necesitaba un tiempo para estar sola y sin distracciones pues necesitaba resolver un problema trascendental. No dio indicaciones del lugar en el que se estaba quedando y como les llamaba cada día de por medio, ellos no tenían razones para inquietarse por ella.

Durante esos días consideró dejar atrás el tema. Su cuerpo simplemente no respondía como se esperaba y su vida no giraría en torno a la maternidad. Pensó que había cedido rápidamente a la presión de su pareja, pero que esa idea nunca le había quitado más de cinco minutos de reflexión. Les hijes eran para ella un universo extraño. Dividida entre la maternidad tóxica de su abuela, las frustraciones de las tías y la imposibilidad de criticar a sus padres, pues solo la habían tenido a ella, la maternidad le parecía entre suicidaría y dolorosa.

Ninguna de las amigas que había dejado en su país había tomado esa vía. Martina estaba en pareja, pero habían decidido no tener hijes, Isabella había encontrado a un compañero que ya era padre y agrandar a familia a seis miembros parecía demasiado. En cuanto a los hombres del grupo, Felipe no tenía claro cómo dar el paso con su compañero, Sebastián afirmaba que solo pensaría en esa opción hasta después de los cuarenta, y la posición de Miguel ya era conocida.

Salomé decidió consultar a un nuevo especialista, a uno en fertilidad. La incertidumbre la había llevado a consultar en Internet sobre las posibles causas de sus dolores, y ahora sobre su imposibilidad para quedar embarazada. El mismo término empezó a aparecer de manera recurrente: Endometriosis.

No entendía bien que era, pero Martina le había contado que a su hermana Paula, la habían tenido que operar y practicarle a los 27 años una histerectomía pues la endometriosis había afectado gravemente sus ovarios e intestino.

Durante la consulta, Salomé olvidó evocar los dolores menstruales que sufría desde los 12 años, tampoco dijo nada sobre los desinflamatorios que se aplicaba cada mes para poder tener una vida relativamente normal durante los 7 días que le duraba la regla. No se le ocurrió que tal vez era importante decirle algo al especialista sobre la infertilidad de las tías y hasta ese momento no sabía que su madre potencialmente padecía la misma enfermedad, jamás diagnosticada, razón por la cual Salomé era hija única.

No pasaron más de quince minutos antes de que el doctor ya entrado en los setenta años le confirmara la sospecha. Todo parecía indicar que su endometriosis le impediría reproducirse.  Ella que no llegaba a los cuarenta y que creía que eso sería una decisión racional y no física, no daba crédito a lo que decía el médico.

Recordó todas las citas médicas que tomó sin que nada se arreglara, los productos que importaba desde su país amontonados en la maleta propia o en de algún conocido para podérselos aplicar sin fórmula en su país de residencia, los encuentros sexuales dolorosos de los últimos meses.

Sentía rabia contra un sistema de salud y una sociedad que se burla del sufrimiento de las mujeres. De los dolores insoportables que supuestamente la iban a preparar para un supuesto parto, que ahora estaban diciéndole no llegaría. Le temblaba el cuerpo y le ardía la piel, sentía una bola en la garganta, pero era incapaz de llorar.

El doctor le había hablado sobre el tipo de tratamiento a seguir, por lo menos hasta avanzados los cincuenta años. En su caso, la cirugía no sería necesaria. Aunque la especialidad del médico era la fertilidad, le explicó con bastante calma que no todos los cuerpos eran candidatos y que si deseaba tener hijes biológicos o semi-biológicos, lo mejor era tomar el material de su pareja, el de una donadora y buscar una mujer canguro para portar el bebé. Una práctica que además debería realizar en el extranjero porque ni en su país de residencia, ni el de origen estaba autorizada.

Toda esa gimnasia para consolidar el proyecto de vida de Miguel, no solo le pareció absurdo sino innecesario, y extremadamente costoso en lo emocional y en lo financiero.

Pasaron tres días más antes de que Salomé decidiera regresar al apartamento. Era domingo y Miguel estaba lavando los platos cuando ella entró. Ni siquiera se volvió a verla.

Parada en el arco que separaba la cocina del comedor le pidió que hablaran, tenía que comunicarle algo. Sin muchas ganas y con una expresión que fluctuaba entre la rabia y el desconcierto, Miguel se sentó en el mesón de la cocina y la escuchó, atento.

Salomé se excusó por haber ocultado la información sobre el implante y las consultas médicas. Justificó su comportamiento en los miedos de la infancia y en las certezas de la adultez. Se sintió segura argumentando, aunque de cuando en vez se le quebrara la voz.  

Miguel la abrazo, le acarició en rostro, con los ojos aguados y la voz entrecortada le dijo que a pesar del amor que le tenía, él sentía la necesidad imperiosa de ser padre; que no la podía posponer y que tenía claro que ella no estaba comprometida con ese proyecto de vida común. Omitió que, a pesar de la mentira, ella estuvo intentando durante diez meses darle lo que quería, aunque no estuviera plenamente convencida de ello.

Salomé estuvo en shock por un par de minutos que se convirtieron en días y meses. La ansiedad la atormentaba, sólo podía pensar en el diagnostico, en la relación, en el sentimiento de pérdida, en Miguel. Pensaba sin cesar en las palabras que él le había dicho ese último día, le parecían vacías.

Se preguntó en repetidas ocasiones cuantas veces más sería rechazada por la misma razón. Cuantas veces más su valor como mujer se mediría en el numero de hijes que fuera capaz de parir y criar. Tampoco esta vez lloró, y aunque sentía una profunda impotencia y ganas de gritar, se contuvo. Se sentó en el balcón a contemplar la montaña, supo que era tiempo de buscar otras montañas y de avanzar hacia otra dirección.

Publié par Mi vida en cuatro tiempos

Escribo para responder a la necesidad creativa de compartir reflexiones, aventuras y algunas historias personales. J'écris pour exprimer plein d'idées ou de réflexions qu’occupent ma tête quotidiennement. Ce Blog contient aussi quelques histoires personnelles.

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